Brasil está inquieto. Y cuando un gigante se inquieta los demás deben poner su barba en remojo. De un país latinoamericano, endeudado, afectado por un régimen con poca institucionalidad, gobernado por militares terroristas y por demócratas de pacotilla como Fernando Collor de Melo, Brasil ha pasado a ocupar un asiento entre los grandes del mundo.

Brasil es una potencia industrial, es un país con alto crecimiento, ha sacado a millones de la pobreza, ha fortalecido su régimen democrático. Luego de Fernando Henrique Cardoso, y de Luis Ignacio Lula Da Silva, le ha tocado el mando en la presidencia a Dilma Rousseff, una ex guerrillera y ex prisionera.

Con la tradición de los socialdemócratas brasileños, Dilma ha sido implacable contra la corrupción, ha destituido a por lo menos siete ministros. En el gobierno de Dilma se persiguió a los dirigentes del Partido de los Trabajadores que conspiraron con un fraude colosal, y muchos están en prisión.

Pero la gente quiere más lucha contra la corrupción. Millones de personas han salido a las calles en los últimos días en reclamo de transparencia, mejor uso del dinero público que se paga a través de los impuestos. Se niegan a que la Copa Confederaciones tenga un presupuesto parecido al de la educación. Y tienen razón.

La gran sorpresa es por qué la gente se queja de un gobierno que tiene gran aprobación popular. Por qué la gente protesta, y millones salen a las calles, contra una presidenta que ha sido fiel a su propuesta de gobierno.

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