SANTO DOMINGO, República Dominica.- Enterarse a las 8:00 de la noche que un familiar tuvo un accidente en Barahona es una noticia desconcertante, y más aun cuando se sabe que hay que trasladarlo a Santo Domingo de urgencia porque el hospital Regional Universitario Jaime Mota no está capacitado para atender casos de traumas graves.
Pasan de las 10 PM e inicia la terrible, horrible, escalofriante, decepcionante e indigna odisea de pasar una noche en el hospital Darío Contreras.
Para iniciar, la ambulancia del Hospital Jaime Mota de Barahona, propiedad del Ministerio de Salud Pública, institución que se mantiene con el dinero que paga la ciudadanía como impuesto, cobró la módica suma de tres mil 900 pesos “para el combustible” del traslado desde Barahona hasta Santo Domingo, ya que según sus operadores, no había combustible.
Al llegar al Hospital Darío Contreras, el chofer y el ayudante proceden a desmontar a la paciente, ensangrentada, adolorida y con una pierna destruida, que tuvo que recorrer más de 200 kilómetros y durar tres horas para recibir atención médica.
Acto seguido, el chofer y el ayudante se dirigen a los familiares con la frase típica de muchos “servidores” del Estado: “Yo hablé con el hospital para que ustedes nos den la dieta, a mí y al ayudante”.
La hermana de la paciente desesperada le dice “mijo pero yo sólo salí con cuatro mil pesos y ya te los di a ti”.
“Bueno eso fue lo que hablamos, tienen que darme mil pesos para la dieta”, responde el chofer, ya malhumorado.
Lamentablemente, presa de la desesperación, la familia cede, y le entrega el dinero. Ya suman 4,900 pesos pagados por servicios de hospitales “públicos”.
Pero eso sería lo de menos. Mientras la paciente recibe “atenciones”, entre moscas, mosquitos y demás inquilinos de de la sala de emergencias, un señor mayor, en silla de ruedas, y con un “pote” de ron en las manos ofrece un concierto al mejor estilo de un “colmadón”.
Ninguna autoridad o personal del centro de salud se percató de que semejante espectáculo, además de ser totalmente inaceptable e inadecuado para un espacio de emergencias médicas, podría molestar a quienes estaban allí como pacientes o como familiares de víctimas graves e incluso de personas ya fallecidas, que merecían respeto.
Los testigos y coristas: los dos seguridad del hospital, el sargento de la Policía que estaba de puesto, dos enfermeras, un camillero y para completar una doctora con ropa de sala de cirugías.
Al terminar el espectáculo el “cantante” recibe aplausos y ovación de los presentes, en plena puerta de la sala emergencia, la cual estaba abierta de par en par.
Fue en ese momento cuando uno de los camilleros, único recurso humano que mostró tener juicio y discernimiento, dice: “señores, están un hospital”. Su prudente llamado de atención en seguida fue ahogado por una estruedosa carcajada acompañada de los "espectadores", casi todos personal pagado por el ministerio de Salud Pública para atender las emergencias médicas. Supongo que no por hacerle “el coro” a un señor que canta en el lugar menos indicado.
Mientras el señor continúa su espectáculo, sale la hermana de la dama accidentada que fue trasladada desde Barahona. Trae dos indicaciones: tres radiografías y un análisis de sangre. “Hay que pagar eso”, me dice.
Me dirijo a la caja donde los cajeros dormían plácidamente: “saludos, buenas, saludos, buenas”. Me veo obligada a repetir el saludo tres o cuatro veces antes de que despertaran.
Un cajero, más dormido que despierto, me pregunta: “¿qué le pasó a su paciente?”. Le explico, y de inmediato me pregunta: “¿ella tiene seguro?”. Le respondó: “si, pero su cartera desapareció en el accidente”.
“Bueno eso te hace 1,700 pesos, pero te lo voy a dejar en 600”, me dice el cajero como quien perdona a una víctima, mientras yo lo escucho atónica. “Pero pareciera que está vendiendo plátano”, pienso en silencio, pero en ese momento lo importante era resolverle el problema a la tía que moría de dolor.
Se procede a tomarle las radiografías que arrojan tres fracturas en diferentes partes de la pierna derecha. El médico que la atiende pide reunión con los familiares, y les explica el cuadro clínico, y les advierte: “Lo que hay que hacerle se lo hacen aquí, pero si fuera familia mía yo me la llevo para otro lugar”.
Tal parece que el médico olvida que la mayoría de clínicas privadas dicen no estar capacitada para recibir ese tipo de traumas, sobre todo en horas de madrugada, por lo que no reciben pacientes en ese estado.
“A esa hora de la madrugada no podemos correr el riesgo de sacarla de aquí para que luego no quieran recibirla en otro lugar”, acuerdan los familiares.
Ya decididos a dejarla por esa noche en el descuidado hospital, el médico les indica que paguen los materiales que se usarán para insertarle un “tornillo” en el tobillo.
Vuelvo a caja donde sólo se escuchan ronquidos, mucha gente durmiendo en los pisos y todas las luces apagadas.
“Son 800 pesos” dice el cajero. Le reclamo: “pero el médico dijo que costaba 300”. Y de inmediato cambia de opinión: “Ah, pues dame 300 y déjalo así”.
Y yo me hago las siguientes preguntas: ¿quién dispone estas tarifas? ¿Llega ese dinero al hospital o se queda en manos de los cajeros? ¿No es un hospital público? ¿Por qué hay que pagar hasta por los materiales que se van a utilizar? ¿Qué pasa con los que no tienen para pagar por ese servicio “público”? ¿Hasta cuándo seguirán pasando estas cosas? ¿Y el Presidente qué dice? ¿Y el ministro de Salud?
Mientras esas interrogantes son respondidas, hay un hospital traumatológico, el más importante del país, ofreciendo servicios en una sala llena de moscas que se posan en las heridas de los pacientes.
Un hospital con muebles y puertas oxidadas, con gente tirada en el suelo porque no tienen dónde pasar la noche con sus pacientes, con zafacones rebosantes de basuras llenas de insectos, con un grupo de empleados que ocupan su tiempo participando en un concierto en la puerta de emergencias. Con visibles muestras de “macuteo” y corrupción en el cobro de las llamadas cuotas y con la fama de un mal servicio “público”, por el cual se debe pagar caro, o de lo contrario el paciente corre riesgo de perder la vida o una de sus extremidades.
La pregunta más importante, y que exijo que las autoridades respondan lo que describo, ¿Se trata de prestadores de salud pública o asaltantes desalmados e indolentes, que convierten en toda una odisea una noche en el Darío?
En estos momentos la paciente está siendo trasladada a un centro médico privado, donde se pagarán altas sumas de dinero por su salud, pero con la esperanza de que tendrá buena atención, y que en la habitación o en la sala de servicios no habrá moscas sobre su herida.
Y pensar que pagamos tantos impuestos.