La atención provocada por la revelación en el lejano 2016 de un supuesto soborno pagado por  Embraer, el gigante  brasileño de aviación, para la venta al país de ocho aparatos Super Tucano, se ha quedado en la periferia y probablemente no saldrá de ahí, a menos que el interés por el caso siga creciendo en Brasil y Estados Unidos. Profundizar la investigación y llevar el expediente posteriormente a la justicia dominicana echaría a rodar muchos sagrados altares, a cuyos pies todavía se inclinan humildes y poderosos.

Es iluso pensar que se hayan pagado 3.6 millones de dólares, casi 170 millones de pesos, para facilitar la aprobación del contrato por el Congreso, sin que  esa venta no tuviera muchos millones adicionales detrás en sobreprecios, para mover la palanca que envió la señal aprobatoria de la operación. Detrás de bastidores se habla de una supuesta diferencia de alrededor de 30 millones de dólares con otra oferta presentada por una empresa estadounidense. Si  hubo en realidad un soborno, para consternación de quienes pudieran quedar al descubierto, cabe recordar que las acciones de Embraer se cotizan en la bolsa y sus operaciones están enmarcadas en un radio de transparencia que no admite coimas ni otras prácticas viciosas.

Intereses políticos locales  actúan contra la ventilación del caso en los medios y da pábulo a la creencia, cada vez más generalizada, de que algunos santos temen comenzar a moverse en sus pedestales.  Pero sólo si el escándalo internacional obligara a la justicia dominicana a echar a un lado consideraciones de índole personal y compromisos de otra naturaleza para actuar con la venda y la espada, símbolos de su majestad e independencia, podría esperarse que haga honor a su obligación de proceder con la claridad que reclama el buen nombre de la República. De otra manera será otro capítulo inconcluso del triste historial de impunidad que nos corroe.