En nuestro país, ir de bonche es divertirse. Dejar fluir oblicuamente el ser hacia lo más espontáneo y natural. Un bonche es una algarabía, una fiesta o un juego desmesurado y prolijo. Nos divertimos para escapar de nosotros mismos a través de nuestros fantasmas y demonios. Más que un simple ludismo, ir de bonche es derramarse "en sí" hasta el hastío. ¿Humor poético o espejismo utópico? La obra dramática

Bochinche, revela un abanico infinito de posibilidades simbólicas. En esta obra, cuya dirección y dramaturgia están a cargo de los artistas Claudia Rivera y Angel Concepción, la identidad intuida e inmediata del juego se oculta en un ritual

de gestos y de movimientos escénicos lindantes con el simultaneismo, el collage y el caos. Las alusiones a distintos poemas y frases, fragmentan la estructura dramática y el discurrir temporal. Cada cita o refrán alude a la singular fiesta

de una pareja que, en una noche de Navidad se divierte burlándose de todo(s).

En esta orientación, la obra teatral Bochinche plantea una cuestión importante: el juego como un aspecto de la danza. La parodia adorna lo cotidiano pero no lo transforma. Recusa lo cotidiano y lo reorganiza para disolverlo y transformarlo. Pone fin a su prestigio, a su racionalidad irrisoria, a la oposición de lo cotidiano y de la Fiesta como fundamento escénico. Esta obra teatral, revela la riqueza oculta bajo la aparente pobreza de lo cotidiano, desvela la profundidad bajo la trivialidad alcanzando lo extraordinario artístico.

Fiesta y danza quieren significar aquí algo distinto. Designan un estado anímico que es, por cierto, muy opuesto a la convivencia estoica. Asimismo, designan un estado de vida de plenitud y felicidad y se puede decir sobre este estado que el hombre en él renuncia a la esperanza. La Fiesta o la danza reúnen en esta obra a los hombres que el consumo de una ofrenda contagiosa (la comunión) abre a un abrasamiento que en Bochinche está limitado por una sabiduría de signo contrario: es una aspiración a la destrucción la que estalla … pero es unan sabiduría conservadora la que la ordena y la delimita. Así, la conciencia despierta en la angustia, inclinada hacia una inversión dirigida por una impotencia para concordar con el desenfreno, subordinándose a la necesidad que tiene el orden de las cosas-encadenado por esencia y paralizado por él mismo-de recibir un impulso del exterior o mundo fenoménico.

Por eso, en esta obra el desenfreno está, si no encadenado, al menos limitado a los límites de una realidad de la cual ella misma es negación. Sin embargo, hay que entender esto en un sentido muy distinto: no como si en ese estado el ser renunciara a la esperanza porque ésta es inalcanzable (lo que precisamente sucede cuando escuchamos parlamentos de los artistas actuantes del Teatro Guloya, Viena González y Claudia Rivera), o porque su cumplimiento trae consigo no temores, sino precisamente al contrario: porque ella está ya desde un principio en su plenitud.

En ese sentido, hay que diferenciar esta afirmación de la frase de Spinoza que indica que la eliminación de la inseguridad transforma a la esperanza en certeza; no se trata, en Bochinche, de que se pueda prever con seguridad un suceso futuro, sino que se trata de abandonar el plano del temor y la esperanza. La Fiesta, en cambio -y con ella los estados anímicos elevados similares- discurren como plenitud del presente, de manera que a través de la progresión dialógica desaparece el futuro. Cuando el hombre está en ella fuera de la esperanza se eleva sobre la temporalidad (normal) de su vida y goza así un presente pleno, sin futuro. Su plenitud, empero, no consiste en que el hombre o la mujer que encarnan estos magníficos actores, se aparten de sí todos los pensamientos o proyección de futuro, sino que en el tiempo vivenciado ellos modifican la estructura interna de la obra. Su encarnación simbólica es la Fiesta, que, a diferencia de un movimiento intencional dirigido a algún fin, está completa en sí misma, libre de todo propósito. El tiempo presente de lo cotidiano delimita así el espacio no limitado de la realidad.

Cabe decir que, en esa tentativa para rescatar lo cotidiano en el aspecto de lo real-maravilloso, lo cotidiano pierde toda fuerza de alcance. Ya no es lo que se vive, sino lo que se mira o se representa, espectáculo y descripción. Se nos ofrece un universo específico, pero sólo a la medida de nuestras miradas. Estamos exentos de la preocupación de los acontecimientos, porque inconscientemente en la obra Bochinche, ponemos en el tiempo de su representación la imagen de una mirada interesada, luego simplemente curiosa, luego vacía, pero finalmente fascinada.